El Senado aprobó el Presupuesto 2026 el 26 de diciembre de 2025, tras una extensa sesión y una votación contundente: 46 afirmativos, 25 negativos y 1 abstención. El texto oficial difundido por la Cámara alta expone los supuestos centrales del proyecto: gastos totales por $148 billones, superávit primario del 1,2% del PBI, inflación anual proyectada del 10,1%, tipo de cambio estimado en $1.423 para diciembre de 2026 y crecimiento del PBI del 5%.
Hasta ahí, el relato institucional. Pero la política real casi nunca se agota en el recinto. En paralelo a la votación, volvió a ganar centralidad el reparto de los Aportes del Tesoro Nacional (ATN), una herramienta pensada para asistir a las provincias ante situaciones excepcionales, pero que por su funcionamiento puede transformarse en un mecanismo de presión y negociación.
Conviene explicarlo con claridad: los ATN son fondos previstos para atender situaciones de emergencia y desequilibrios financieros de las provincias. Su rasgo decisivo es que no se distribuyen de forma automática, sino que dependen de decisiones del Poder Ejecutivo nacional. En otras palabras, pueden ser un instrumento legítimo de asistencia, pero también pueden operar como una palanca política, según el momento y el criterio de asignación.
En lo que va de 2025, el régimen de Milei distribuyó $199.500 millones en ATN. El dato que enciende las alarmas no es solo el monto total, sino el ritmo: en las últimas semanas de diciembre se concentraron $66.500 millones, es decir, un 33% del total anual. Y esos fondos se enfocaron en seis provincias: Tucumán ($20.000 millones), Misiones ($12.000 millones), Chaco ($11.000 millones), Catamarca ($10.500 millones), Entre Ríos ($7.000 millones) y Salta ($6.000 millones).
No hace falta inventar conspiraciones para entender el problema. La cuestión es más sencilla y más grave: cuando los fondos discrecionales se aceleran y se concentran, la discusión deja de ser contable y pasa a ser democrática. Si una provincia recibe asistencia por una emergencia real, la sociedad lo entiende. Pero si el reparto aparece pegado al calendario parlamentario, el mensaje implícito para el resto del país es otro: que los recursos pueden llegar más rápido a quienes garantizan gobernabilidad.
En esa tensión se juega algo más que una votación. Se juega la idea misma de federalismo. El Presupuesto 2026 fue presentado como una herramienta de orden macroeconómico, con metas de equilibrio y proyecciones oficiales. Sin embargo, el federalismo no se sostiene con discursos: se sostiene con reglas claras, previsibles y transparentes. Y los ATN, tal como se usan en la práctica, constituyen una zona gris perfecta: están previstos para emergencias, pero su discrecionalidad permite que se parezcan demasiado a un sistema de premios y castigos.
La pregunta que queda abierta y que el Congreso debería asumir sin rodeos es concreta: ¿con qué criterios se distribuyen los ATN y por qué se concentran en determinados distritos en momentos clave? Si el Presupuesto 2026 pretende ser el símbolo de un nuevo orden, el primer gesto de orden institucional debería ser este: que la asistencia federal no sea percibida como una herramienta de disciplinamiento político.
Porque aun con números oficiales sobre la mesa, la discusión de fondo sigue siendo política: quién gobierna, con qué apoyos, y a qué precio para las provincias que no entran en la foto.