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Masacres e impunidad: otra herida abierta para la democracia

8 de noviembre de 2025

El cierre del caso Jeanine Áñez anticipa que no habrá justicia para los masacrados en su gobierno. ¿Puede la democracia sobrevivir cuando el Estado usa la fuerza contra el pueblo sin rendir cuentas?

Las masacres son una de las violaciones más graves a los derechos humanos: actos de violencia masiva y letal ejecutados por el aparato armado del Estado en contra de civiles. En términos jurídicos, representan la privación arbitraria de la vida y un ataque directo al núcleo de valores que sostiene al sistema democrático.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José) es clara: “Artículo 4. Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho será protegido por la ley… Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente.”

El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), creado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, emitió en 2021 un informe sobre los hechos violentos ocurridos entre septiembre y diciembre de 2019 en Bolivia. Este documento establece que: “En dicho periodo se produjeron dos masacres: la masacre de Sacaba, en Cochabamba, el 15 de noviembre, y la masacre de Senkata, en El Alto, el 19 de noviembre” (pág. 17).

Y añade: “Ocurrió una masacre en Senkata (…) aunque las Fuerzas Armadas y la Policía no hayan admitido el uso de armas letales, las evidencias recabadas indican que los disparos con armas de fuego se originaron en sus tropas.”

El informe contabiliza al menos 37 personas muertas y cientos de heridas, y concluye que se vulneraron derechos a la vida, la integridad personal y el debido proceso. La CIDH recomendó investigar y sancionar a los responsables, pero esas recomendaciones no se han cumplido.

En el caso de Senkata, cuatro de las diez personas muertas fueron abatidas con disparos en la cabeza. El informe es enfático: no estaban armadas. Tampoco hay evidencia de que hayan intentado “dinamitar” la planta de acopio de carburantes, como sostuvo el Ejército. Las pericias y registros de cámaras mostraron que no hubo explosiones de ninguna naturaleza y que el muro perimetral de la planta cayó por haber sido empujado por los manifestantes. En consecuencia, no existía motivación legítima para el uso de armas de fuego.

El Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) acaba de absolver y liberar a la principal responsable política de estas masacres, Jeanine Áñez.

El magistrado relator del TSJ, Carlos Ortega, escribió en Facebook que la entonces senadora actuó bajo un supuesto “estado de necesidad constitucional”. No explicó si esa figura justificaba la promulgación del Decreto Supremo 4078 del 14 de noviembre de 2019. El artículo 3 de este decreto establecía: “El personal de las Fuerzas Armadas que participe en los operativos para el restablecimiento del orden interno estará exento de responsabilidad penal cuando, en cumplimiento de sus funciones constitucionales, actúe en defensa de la sociedad y el mantenimiento del orden público.”

En la práctica, este artículo otorgó inmunidad penal a los militares y policías que usaron de forma desproporcionada e injustificable la fuerza contra población civil desarmada.

El mensaje de los magistrados liberando a Áñez justo a tiempo para que asista a la posesión del presidente Rodrigo Paz es claro: no habrá justicia para las víctimas.

Quizás Romer Justiniano, presidente del Tribunal Supremo de Justicia, que ayer declaró a Jeanine Áñez inocente sin juicio que así lo determine, o el propio magistrado Carlos Ortega, puedan explicarle a la familia de Antonio Ronal Quispe Ticona, de 24 años, asesinado en Senkata mientras trabajaba repartiendo pedidos, que la llamada “necesidad constitucional” dio luz verde a la violencia impune que acabó con su vida.

Hoy el Poder Judicial actúa igual que ayer, sin respeto a la ley ni preocupación por la verdad de lo sucedido, solo que al revés. Nadie se interesó en hallar justicia antes y nadie se interesa en hallar justicia ahora. Entre la retórica absurda de que Áñez no tenía derecho a un juicio de responsabilidades porque “no fue presidenta” y la anulación de su sentencia sin siquiera convocar a los jueces que la emitieron y sin enjuiciarlos por prevaricato, no media más que el cambio de la correlación de fuerzas.

A Áñez no se le planteó un juicio de responsabilidades porque no convenía políticamente, ni al oficialismo ni a la oposición de entonces. Pese al pedido de la propia Áñez, esta última no impulsó el proceso. Nadie quiso “tocar el avispero” de los juicios de responsabilidades.

La justicia volvió a ponerse al servicio del poder, no de las víctimas ni del orden legal. Muchos abogados celebran este fallo en redes cuando deberían ser los primeros en advertir que el caso no cambió, solo las circunstancias políticas que lo rodean.

Cuando las masacres no se castigan, el mensaje es durísimo: el poder puede usar la violencia estatal sin consecuencias. No hay democracia que aguante eso. La violencia y la democracia son términos incompatibles: una se alimenta del miedo; la otra, del respeto a la vida.

¿Qué harán con el informe del GIEI? Las recomendaciones, aunque no sean judicialmente vinculantes, obligan al Estado boliviano como parte del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Pero seguramente aparecerán —como siempre— los “capos” para hacer dos pases de prestidigitación y hacer desaparecer a las víctimas como si nunca hubieran pasado por este mundo desgraciado.

Gonzalo Sánchez de Lozada tuvo que huir por las muertes de 2003, pero tampoco ha sido sancionado y morirá sin pagar sus culpas. ¿O ahora Saucedo declarará a “Goni” inocente? Solo esto faltaría. No me sorprendería.

Las víctimas de Sacaba y Senkata no son cifras: son ciudadanos asesinados, familias rotas. ¿O cuentan menos porque eran alteños y campesinos, porque en su mayoría eran indígenas? Saucedo se ha compadecido muy convenientemente de un puñado de víctimas de la “justicia masista”, todos ellos de las clases medias y altas de la sociedad boliviana, pero le han importado muy poco los muertos indígenas, que son “invisibles” para él y para el Tribunal y para la mayor parte del establishment político y judicial actual.

Manipular la justicia para absolver a los poderosos —como antes ocurría y ahora ocurre— solo garantiza una cosa: que no haya justicia. Y sin justicia, la democracia no tiene cimientos.

Fuente: Diario Red

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