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Por un nuevo humanismo

25 de febrero de 2025

Por Frei Betto

¿Qué se entiende por “humanismo”? Se trata de una corriente intelectual de los siglos XIV al XVI que enfatizaba la dignidad del ser humano, inspirada en el Discurso sobre la dignidad del hombre (1496), de Giovanni Pico della Mirandola. Esa corriente produjo una mejor comprensión sobre las diferencias entre los seres humanos y el valor de la existencia individual, y despertó la necesidad de imponer límites a los poderes político y religioso.

Toda la historia de la humanidad está signada por la coexistencia de la paja y el trigo, el humanismo y la barbarie, la razón y la pulsión. La cultura y la conciencia de que el otro es también un ser de derechos y exige cuidados son condiciones esenciales de la subsistencia que impiden que los seres humanos peleen entre sí como las fieras.

Eso surge de nuestra espiritualidad intrínseca, ese movimiento de volcarse a uno mismo para descentralizarse en el Otro, como trascendente, y en los otros, como alteridad. De ahí la perennidad de la Biblia, los Evangelios, el Corán, el Tao, el Bhagavad Gita y tantos libros sagrados aún tan actuales y que suscitan tanto interés.

A pesar del optimismo generado por el advenimiento de la modernidad, no es posible afirmar que haya prevalecido el humanismo. En los últimos 500 años hemos sido testigos de la masacre de millones de indígenas en la América Latina y del tráfico de esclavos africanos a nuestro continente. ¡En Brasil, el régimen esclavista se prolongó durante 350 años!

Junto a los avances de la ciencia, como el estudio a profundidad de la génesis de la especie humana y la apertura de la Caja de Pandora llamada mente humana gracias a las investigaciones de Freud, hemos construido artefactos bélicos como las bombas nucleares, capaces de destruir innumerables veces toda la vida en nuestro planeta.

El neoliberalismo, centrado en la acumulación privada de la riqueza, propagó una ideología antihumanista que intenta naturalizar las desigualdades sociales, las diferencias étnicas, en fin, la lucha de clases. Eso, junto a la pobreza y la miseria, genera una patología social, la depresión resultante del desenraizamiento comunitario, de la pérdida del sentido de lo colectivo.

Las críticas del papa Francisco al capitalismo no se derivan propiamente de una perspectiva ideológica, sino de su visión predominantemente eco-humanista. El proyecto civilizatorio iniciado en Europa en los siglos XV y XVI ya superó los límites tolerables. Las dos hijas dilectas de la modernidad –la ciencia y la tecnología— dejaron de centrar sus objetivos en el bienestar del ser humano para ansiar más y más ganancias, más y más dominio de unos sobre otros.

El mito de la inmaculada concepción de la neutralidad científica cayó por tierra cuando los Estados Unidos lanzaron dos bombas atómicas sobre las poblaciones de Hiroshima y Nagasaki en 1945. La ciencia y la tecnología se pusieron al servicio de la muerte, lo que resulta agravado por la devastación de la naturaleza.

La bancarrota del actual modelo civilizatorio, hegemonizado por el capitalismo, se evidencia con mayor nitidez en dos hechos: la destrucción de los ecosistemas y la exclusión de más de mil millones de seres humanos, condenados a la pobreza y la miseria, de condiciones dignas de vida.

En ese sentido, la búsqueda de un nuevo proyecto civilizatorio y oponerse al capitalismo es una cuestión ética. La progresiva deshumanización del ser humano es resultado de una visión reduccionista que refuerza el individualismo ajeno a la trascendencia e indiferente a la preservación ambiental, según los parámetros de los pilares de la racionalidad moderna. De ahí la importancia de un nuevo humanismo dotado de una espiritualidad posreligiosa, laica, profundamente centrada en la alteridad con respecto al prójimo y a la naturaleza.

Dos buenos ejemplos de esa nueva visión humanista son el buen vivir de los indígenas andinos y la ecología integral.

El Renacimiento –con Erasmo y los iluministas Diderot, Voltaire y Rousseau, la irreverencia del Marqués de Sade y la psicología de Freud— exaltó la libertad de hombres y mujeres para rebelarse contra dogmas y opresiones; someter a discusión toda certeza, mandamiento o valor; y proclamar la libertad de emancipar espíritus y cuerpos. ¿Pero se preservaron o se subvirtieron los principios éticos que regían la convivencia social cuando el “nosotros” aún no había cedido su lugar al “yo”?

Creo que en el centro de la emancipación humana liberada de dioses, papas y reyes, la afirmación del individuo dio por resultado el individualismo más exacerbado. El deseo suplantó a la razón, y hoy la humanidad corre el peligro de ser rehén de otro poder que se presenta de forma más sutil y corrosiva de nuestros valores: la automatización. Las nuevas tecnologías digitales son las colleras virtuales que nos secuestran del colectivo y nos mantienen confinados en nichos en los que la diversidad se enfrenta con odio y la unanimidad de los asociados se celebra como la posverdad.

Hay que rescatar el humanismo de Francisco de Asís, que buscaba “no tanto ser comprendido, sino comprender”, “no tanto ser amado, sino amar”.

En su Divina comedia, Dante Aliguieri fundó una teología al demostrar que el humanismo existe cuando trascendemos el lenguaje mediante la invención de nuevos lenguajes, como hizo él mismo al escribir con un nuevo estilo en la lengua italiana corriente e inventar neologismos. “Trascender lo humano en lo humano”, dijo Dante, será el camino a la verdad. Amarrar –en el sentido de “unir”— lo divino con lo humano. Algo parecido a lo que hizo nuestro Guimarães Rosa en Gran sertón, veredas.

Después del Holocausto y el Gulag, y de los 350 años de esclavitud y la masacre de 70 millones de indígenas (Bartolomé de las Casas), el humanismo tiene el deber de recordar a hombre y mujeres que padecieran como meras víctimas

Reproduzco el texto que escribí en homenaje a Walter Benjamin en A arte de semear estrlas (Rocco). Benjamin nos alertó sobre la importancia de no olvidar nunca a las víctimas.

Tu ángel insiste en mirar hacia atrás. Y ve lo que no vemos, a no ser por sus ojos: el vasto campo de los cuerpos anónimos, de los carpinteros de los navíos de Alejandro Magno, los ceramistas de las catedrales medievales, los siervos de todos los reinos, majestades y potestades. Es ahí que la historia encuentra su cuna, su texto, su precio. Es en esos cuerpos olvidados, oprimidos, descuartizados, vencidos y barridos que tu memoria, como el milagro descrito por Ezequiel, reúne los fragmentos y rehace el cuerpo, el cuerpo de la historia, el corpus denso e imposible de eliminar de la verdad.

Bien sabes que se necesita la fuerza de la embriaguez para llevar a cabo una revolución, porque tu ángel es lúcido e impotente. Imposible regresar al pasado, pero trata de rescatarlo en el presente, aunque las víctimas sigan sin redención, excepto la de la memoria reverenciadora. Muchos dirán que son coyunturas, sacrificios inevitables, pequeños asesinatos que justifican grandes causas. Pero tú, centinela a la puerta del Edén, no permitas que nos dejemos seducir por las manzanas rojas que nos extienden, perfumadas, quienes, en nombre del progreso, prefieren cultivar cementerios.

Tú eres la luz de nuestra razón en este tiempo de tanta estulticia e irracionalidad.

En él, tu obra nos hace querubines, serafines, benjamines.

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