Un mundo de charlatanes
Javier Milei y Donald Trump exponen un síntoma crucial de época. La vidriera de la conversación pública actual, banal y acelerada, es dominada por embusteros. Cuando la única realidad es la posverdad, la charlatanería es la etapa superior de la mentira.
La posverdad es el resultado de la mentira sistemática, pero también de la charlatanería. En este artículo me gustaría volver sobre esta última categoría propuesta por Harry Frankfurt, filósofo y profesor de la Universidad de Princeton, en su libro On bullshit, publicado originalmente en la revista literaria Raritan en 1986, y como volumen independiente en 2005.
Todavía Donald Trump no había llegado al gobierno, tampoco Boris Johnson, Jair Bolsonaro ni Javier Milei. Pero ya se respiraba en el ambiente, podía averiguárselo en la cháchara que inundó el espacio público en los años previos. Detrás de la charlatanería coloquial estaba la desconfianza que las instituciones y partidos políticos tradicionales acumularon durante décadas, el descrédito social hacia los discursos públicos, la incapacidad de las narrativas modernas para continuar haciéndose eco de los problemas de las mayorías.
Pero, hay otros dos factores, según Frankfurt, que fueron creando condiciones para el triunfo de aquellos charlatanes. Por un lado, nuestra ya arraigada creencia de que tenemos que hablar de asuntos que ignoramos. Las redes sociales nos hicieron creer que todo lo que sentimos puede interesarle a todo el mundo y nos interpelan a que estemos compartiendo nuestras vidas y nuestras opiniones 24X7. Es cierto, no hay democracia sin debate colectivo. Pero, los debates siempre estuvieron precedidos por el acceso a la información y la reflexión meditada sobre ella.
Los medios nos enseñaron que no hay tiempo para ponerse a pensar y tampoco es necesario. Por eso todos los días los usuarios de las redes sociales, los oyentes de los programas de radio y lectores de noticias en los sitios de internet generan una cantidad de bullshit. En efecto, el término bullshit alude a la mierda de toro que el animal deja caer de manera aleatoria sin demasiado esfuerzo, sin demandar un trabajo específico. Ahora bien, ese producto descuidado y poco exigente, apesta y se hace sentir. Más aún cuando tropezamos y nos embarramos con él.
Por el otro, ha sido determinante también el clima generalizado de escepticismo y relativismo contemporáneo. Cuando la gente cree que resulta imposible acceder a la realidad objetiva o a cómo son las cosas, la verdad se devalúa. Hemos dejado de ser fieles a los hechos para ser fieles a nosotros mismos.
Cuando las minorías desplazaron a las mayorías, a medida que las políticas identitarias se fueron alejando de la cuestión social, para concentrarse en las identidades minoritarias, cada uno tiene derecho a inventarse como una obra de arte, autopercibirse perro y reclamar al resto que le tire un hueso. Las identidades son narcisistas, se construyen mirándose el ombligo, ostensiblemente, transformando el estigma en emblema, exagerando sus rasgos, exhibiendo las marcas que lo diferencian y convierten en un cachalote en un charco de agua. El disfraz es más verdadero que la realidad.
Lo digo, para remarcar lo siguiente: la charlatanería no es patrimonio de las derechas: basta pispear el muro de los amigos progresistas, las selfies que se toman 24X7 para hacernos saber lo que opinan, lo que comen ellos o sus hijos, la música que escuchan, los recitales que asisten, la cerveza que les gusta, sus diversiones con la mascota.
Mandar fruta
No hay que confundir la mentira con la charlatanería. Para Frankfurt la charlatanería es algo muy distinto y mucho más peligroso que la mentira. El espacio público ha sido copado por los charlatanes.
“El mentiroso, al menos, conserva un vínculo con la verdad, mientras que para el charlatán la verdad no importa en absoluto”, enfatiza.
Quiero decir, la diferencia entre la mentira y la cháchara hay que buscarla en la intencionalidad. Cuando mentimos estamos invirtiendo tiempo y creatividad en hacerlo, porque el mentiroso siempre tiene en claro la distinción entre lo verdadero y lo falso. En cambio, cuando charloteamos, lo hacemos desaprensivamente. No importa si lo que se dice es verdadero o falso.
Hablamos sin decir nada, por pura incontinencia verbal, lanzamos al mundo chorradas de cosas sin ton ni son. Como decía el escritor francés Louis-René des Forets, en su novela de 1946, El charlatán: “Que sienta la necesidad de hablar y sin embargo no tenga nada que decir, y, más aún, que no pueda satisfacer esa necesidad sin la complicidad más o menos tácita de un compañero escogido (…) Este individuo no tiene estrictamente nada que decir y, mientras tanto, dice mil cosas, poco le importa el asentimiento o la contradicción de un interlocutor, y sin embargo no sabría prescindir de aquél a quien tiene, por otra parte, la sensatez de no pedirle más que una atención exclusivamente protocolaria”.
La charlatanería, entonces, no requiere esfuerzo alguno. El charlatán habla por hablar y no tiene intenciones de tergiversar la realidad. Dice lo primero que se le cruza por la cabeza. Hay un desinterés por la verdad. Su visión es más panorámica que particular. Su atención está puesta en la superficialidad de sus proyectos, en su propia propaganda. Solo le interesa escucharse a sí mismo y llamar la atención.
Las democracias en peligro
Estamos en una época tomada por la demagogia, donde los dirigentes políticos y periodísticos le dicen a la gente no solo lo que ésta quiere oír y mirar, sino lo que tiene que sentir y resentir frente a lo que oye y mira. Todo un clero de dirigentes que desprecia los hechos, que no solo ignora y tergiversa los hechos, sino que sus puntos de vista contienen una fuerte carga emocional que desvía el centro de atención.
La estrangulación de la especialización nos ha llevado muy lejos. Ya nadie cree en la objetividad de los medios de comunicación. Ya nadie cree en lo que dicen los políticos. O, mejor dicho, cada uno solo está dispuesto a prenderle una vela a la persona que sigue con pasión y devoción, sea un periodista, un político, un actor, un científico, un youtuber.
Lo que impide la comunicación es la comunicabilidad misma. Estamos todos conectados a la velocidad de la luz, pero alienados del sentido que tienen las palabras. Ya nada es lo que significa. El lenguaje ha dejado de ser un terreno común, donde tiene lugar lo común. Estamos todos conectados, pero en un espectáculo difuso, fragmentado, organizado según los algoritmos. Micro espacios de afinidad que garantizan la dispersión y la impotencia. Desarraigados de una lengua que se parece a un cocoliche, extraviados de los sentidos que tienen las palabras para cada interlocutor.
Aaron James, filósofo y profesor de la Universidad de Harvard, en su libro Trump. Ensayo sobre la imbecilidad, vuelve sobre Frankfurt para contar a este presidente que se la pasa echando pestes a diestra y siniestra. Un vilipendiador prolífico y embustero consumado, un extravagante que usa insultos para descalificar a cualquiera que se le interponga en su camino. El embustero, como el charlatán, es aquel que se dedica a producir una falsedad tras otra.
Trump es el prototipo de charlatán, un especialista en la perorata. No le interesa la verdad de lo que está aseverando, le alcanza con saber que aquello que afirma transmita una impresión determinada de él mismo y capte la atención de sus seguidores que se convertirán en sus mejores propaladores. En la charlatanería de Trump, gran parte de los estadounidenses, y no solo los estadounidenses, se sienten hablados y tenidos en cuenta. El odio y la alegría de odiar no necesitan coherencia sino conectar con palabras mágicas.
La charlatanería es el revoltijo de imágenes y palabras que continúa alimentando la polarización, enemistando a los ciudadanos. No sólo desautoriza la conversación callejera cotidiana, sino que vuelve a las discusiones colectivas cada vez más imposibles. La charlatanería clausura los debates y los vacía de sentido.